miércoles, 6 de marzo de 2013

“Parábola de un padre triste”


¡Ah de aquellos años mozos! En los que engreído en su juventud este hombre amaba la vida. Radiaba de felicidad y ostentaba orgulloso la existencia de su cachorro, refiriéndose a su primogénito y heredero.
Sin duda alguna para este hombre la vida era su hijo. Cada paso, cada expresión, cada necesidad del nuevo ser, constituían el espíritu y la materia de su universo. Y en él reafirmaba su fe en el creador.
Le bastaba con tenerlo en sus brazos, mirarle a los ojos o escuchar su tierna voz para sentir que su alma volaba en  los cielos del amor.
Nunca nada le hizo tan feliz y tan grande como su amor de padre, nunca nada despertó en él tantas ilusiones.
Con la venida de su hijo se fortaleció la familia, se afianzaron en ella los principios humanos y se despertaron de un largo letargo las virtudes olvidadas.
Crecieron el hijo y el amor, en una sólida y hermosa relación. Causa y efecto; quien ofrece amor también lo recibe. Sin embargo el corazón guarda también los resentimientos que nacen de malos momentos, aunque estos nada tengan que ver con los sentimientos reales.
Y el aparentemente bendecido padre, ciego en su egoísmo e invadido de soberbios errores; además de darle amor, alimentaba en el alma de su hijo resquemores que no se manifestaban y que jamás  supo descubrir.
Inenarrable la satisfacción que sintió este hombre protegiendo y formando a su  niño adorado, al rey de su alma.
Satisfecho siempre en su machista vanidad, en su humano corazón y en sus más profundos sueños. Satisfecha su vida de permanecer junto a él.
Duras faenas superadas de la adolescencia y en la rebeldía juvenil. Normales tropiezos  que dibujaron posibles fracasos y que siempre fueron superados.
Y él, el padre, siempre aferrado al amor y embebido en su ilusión; dispuesto a sacrificar  hasta su amor propio para conservar el reino de su hijo.
Dulce relación de amistad y complicidad en la que aparentemente siempre coincidieron y que prometía durar para siempre.
Pero la vida tiene caminos de ida y vuelta, ella  da y  quita, ella se transforma mágicamente. El viejo cada vez se hizo mas viejo y sus cualidades gradualmente se convirtieron en defectos y falencias. Y las frustraciones y los resentimientos crecieron para convertirse en el monstruo de la intolerancia; y el acabamiento humano demolió el pedestal en el que alguna vez situó el hijo a su padre.
Entonces el joven lo vio de otra forma, y el respeto y la admiración se hicieron volátiles. Y la obediencia filial y la consideración también huyeron de esa relación; apenas quedó presente en el alma del hijo un poco de lástima para otorgarle a su padre en calidad de limosna. Mostrándose distante de la humildad y fortalecido en la soberbia absoluta de quien se siente preparado para asumir el poder de su propia vida y es
capaz de desechar a quien a pesar de sus buenas intenciones se convirtió en un intruso.
Tal vez este pudo ser el mejor momento para que el padre hubiera dejado de existir. La frialdad del corazón de su hijo hubiera soportado valientemente su ausencia y le hubiera asignado un lugar valioso y digno en su recuerdo.
Pero el destino estaba trazado, aquel que correspondería a los seres llenos de dignidad, incapaces de concebir los caminos del desamor y la deslealtad.
Por ello, el padre debió pagar por sus errores. Los errores de un amor sin límites y de la inconsciencia, los que quizás él nunca cometió ni provocó; sino tal vez la misma esencia engendrada de su casta y el cambiante universo que le rodeó.

A fin de cuentas el padre dejó de ser feliz y permaneció eternamente triste, convencido de que todo lo hizo mal. Sus ilusiones se desvanecieron a pesar de las realizaciones, porque él no pudo disfrutarlas.
Ese vínculo tan fuerte y casi divino que construyó con el ser que más adoraba se convirtió en un débil lazo afectivo, para unirlos en una tibia y conforme relación de convivencia.
Lo único que el viejo esperaba con afán y desesperación era que llegara la muerte para descansar de la  traumática pesadilla, e intentar darle otra oportunidad a su espíritu.
Y el joven, el gran objeto de su amor, siguió superando con éxito cada uno de los escalones de la vida, logrando metas y buscando la cima.
Posiblemente pudo olvidar algunas de las cosas que otrora fueran para él motivaciones, e incluso desechar algunos de los principios que le heredara su padre.
Aparentemente  indiferente ante el dolor que hubiese causado con el desprecio a su viejo; engreído en su vanidad y en su juventud.
“Y mañana posiblemente se repita la historia”
Y él será feliz… Y luego sufrirá… Y tal vez entenderá a su padre.

2 comentarios:

  1. Como bien has dicho, querido amigo, la historia se repetirá -a diario.

    lo que desconocemos los hijos y los padres, es que cada persona tiene su forma de ver las cosas -ni mejores ni peores que el de al lado (sólo diferentes)-, y el amor es recíproco. Aunque el hijo piense que el padre no le amó lo suficiente o le dio lo que no necesitaba; en lo más profundo de su persona, sabe que se le otorgó lo máximo.

    Te lo dice una mujer sin hijos, sin padre y con una madre autoritaria. L apersona que más he amado en mi vida.

    Me gustó. Un placer leerte. Ann@

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  2. Gracias mi bella amiga Ana. Un abrazo.

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